por @JoyPerez
Sucedió a principios de septiembre, las hojas caían como las lágrimas de mi rostro y el eco de los pasos me recordaba la ausencia que había en mi vida. Era la pesadilla de cualquier adulto que vive solo: me quedé sin dinero.
Sucedió a principios de septiembre, las hojas caían como las lágrimas de mi rostro y el eco de los pasos me recordaba la ausencia que había en mi vida. Era la pesadilla de cualquier adulto que vive solo: me quedé sin dinero.
Poco a poco fui vendiendo lo que tenía hasta que solo me quedaron una
silla, una mesa, el refrigerador, un colchón y unos sentimientos. Me engañaba
diciéndome que lo material no importaba, que lo que valía eran las fuerzas que
tuviera para salir adelante.
La viuda del departamento de arriba me
invitaba a comer a cambio de compañía y unas cuantas palabras; al parecer sus
hijos se casaron e iban a visitarla de vez en cuando. Era una vieja muy amable
con los brazos más habitables del mundo.
La verdad es que mis sentimientos no valían mucho en términos de dinero,
pero para mí siempre fueron lo único valioso que tenía en aquellos tiempos de
adversidad.
Un día no pude más y decidí poner uno de esos anuncios gratuitos en el
periódico que decía así "se venden sentimientos, nuevos en estuche madera.
URGENTE". Recibí muchas ofertas, pero nadie estaba dispuesto a pagar el
precio justo, todos creían que me hacían un favor.
Buscaba trabajo y nada. Ofrecía mis sentimientos y nada.
Los días pasaron y el frío diciembre
llegó. El aire me picaba la nariz, me enfriaba el pecho y me encantaba. Los
árboles sin hojas me daban esperanza: habían perdido todo pero pronto
recuperarían su belleza. "Así tiene que ser la vida", decía para mis
adentros.
Un día, alguien tocó a mi puerta, un señor con unos zapatos que parecían
muy costosos. Su esposa se moría de apatía y necesitaba los sentimientos,
estaba dispuesto a pagarme muy bien. Se los vendí y también conseguí un
trabajo.
Volví a ser un árbol con todas sus hojas. Ya no volvió a faltarme nada,
excepto sentir.